Existen hoy en el mundo dos grandes procesos de transformación socioeconómica y política en marcha. Uno se produce en América Latina, con Venezuela como principal referente, además de Bolivia, secundados ahora por Ecuador y quizás Nicaragua, Brasil, Uruguay, etc. El segundo se registra en China, al otro lado del Pacífico. Mientras en Europa, Rusia incluida, o en América del Norte, incluso África, no se atisba en el horizonte novedad alguna y sus sistemas y sociedades semejan anclados en la ausencia de propuestas de cambio y transformación minimamente enriquecedores (ya sabemos en que acabó la tercera vía), en América Latina y en China, dos procesos diferentes pero con algunas semejanzas y muchas complejidades, pueden operar sendas transformaciones internas y regionales e incluso, quizás, internacionales.
En ambos casos, se constata una similar preocupación por la modernización de los respectivos países y sociedades. Y en ambos, la izquierda, sin entrar en profundidades, ya sea nominal o real, es el referente. Una izquierda, claro está, muy plural en sus formas y contenidos, que hoy no cuestiona el papel del mercado si bien, al tiempo, reivindica un robustecimiento significativo del Estado y el ámbito público, en una dinámica de reformas, que tanto excluye el ultraliberalismo como los cambios de golpe, pero que, por su calado, de persistir un tiempo, pueden transformar de raíz las respectivas sociedades. No son, por ello, revoluciones, sino “refoluciones”. El gradualismo es una característica compartida de ambos procesos de reforma.
Ambos procesos no se encaminan en todas las áreas en la misma dirección. Por ejemplo, mientras en China el papel de lo público parece ir a la baja, en los procesos de América latina se orientan en sentido contrario, si bien los respectivos puntos de partida de cada cual son bien diferentes. En el primer caso, se trata de diversificar más la anterior uniformidad, mientras que en América Latina se intenta recuperar el espacio público vituperado a raíz de las políticas derivadas del consenso de Washington que han agravado la pobreza. En China, mientras tanto, las políticas aplicadas la han reducido considerablemente. Está por ver donde se establece el encuentro y ello dependerá mucho de las respectivas condiciones nacionales, pero es evidente que la reivindicación y reserva de un papel protagónico para el Estado es un importante eje común de los proyectos que se desarrollan en los dos continentes.
Hay un lenguaje “quemado” que ambos rechazan. Nadie habla ya de lucha de clases, ni de vuelta a la planificación, pero nadie renuncia a legados anteriores, hoy resumidos en una ambición compartida y a la mínima de alcanzar una mayor justicia social. Ese anhelo de justicia no parece que en América Latina se vaya a traducir en limitaciones del status democrático que han adquirido dichas sociedades en lo político, después de décadas de sufrimiento y lucha contra varias dictaduras. China no es modelo a imitar en ese sentido, salvo quizá para una Cuba empeñada en ganar más eficiencia económica sin alterar la esencia política de su sistema. La anterior antinomia entre derechos sociales e individuales parece aquí superada. No así en China, donde el modelo político ofrece una singular rigidez ante la percepción, quizás interesada, de los riesgos de una democracia pluralista para la estabilidad del proceso de cambio.
En el discurso político, la retórica de izquierdas está muy presente en América Latina. En China, a pesar de que formalmente la política de reformas es conducida por un Partido Comunista, lo es más residual en términos globales, y parece sólo un adjetivo destinado a acompañar iniciativas cuidadosamente elegidas, o para legitimar proyectos de destino incierto (el nuevo campo socialista, por ejemplo). En cualquier caso, en común tienen un anhelo de recuperación ideológica frente a la uniformidad planteada desde el liberalismo occidental, reforzado en China con tintes de carácter civilizatorio.
Otro aspecto relevante, que advierte de las diferencias entre ambos procesos, es el referido a los factores étnicos. Mientras la nueva vitalidad política de América Latina presenta como una de sus señas de identidad el interés de las nuevas izquierdas por integrar el factor indígena después de siglos de marginación, en China, la problemática de las nacionalidades minoritarias no acaba de emerger en el discurso central, quien se obstina en su represión o folclorización, arbitrando respuestas políticas claramente insuficientes y trasnochadas.
Quienes se reconocen como comunistas en América Latina participan en movimientos varios donde el factor nacionalista sirve de aglutinante de todas las izquierdas y sectores sociales progresistas. Ese nacionalismo también está presente en China, si bien la adscripción comunista, a diferencia de América Latina, más reconocible en los patrones emancipadores clásicos, es de carácter muy contradictorio en relación a algunas magnitudes del proceso de cambio, en el cual la dimensión social ha sido objeto de un deleznable olvido que ahora se intenta reparar restableciendo la “armonía”.
Comparten en común el hecho de tratarse de países en vías de desarrollo, lo que determina también muchas proximidades en la concepción de las relaciones internacionales, en las que el compromiso con la paz, el rechazo al hegemonismo y al unilateralismo, la apuesta por la cooperación Sur-Sur o la defensa de la soberanía y el antiimperialismo constituyen factores de aproximación moderados por el inevitable pragmatismo de todos los actores en juego y las múltiples cautelas que China adopta en función de la observación de sus intereses nacionales (que exigen hoy día, por ejemplo, aligerar tensiones con Washington). Cabe esperar en los próximos años una intensificación de la colaboración bilateral y puede que las expectativas de América Latina, donde se contempla a China como un valioso aliado potencial, tengan que moderarse a la baja.
La exigencia de respeto a su derecho a la búsqueda de una alternativa superadora del fracaso sugerido por el único modelo planetario es otra característica común a ambos procesos. Ello no debe servir de argumento para repetir errores del pasado ni sacrificar libertades fundamentales en nombre del logro de una mayor justicia o de la estabilidad que requiera la vuelta a la grandeza de otro tiempo, pues ambas acabarán por sucumbir, más tarde o más temprano, ante la reivindicación de un equilibrio imprescindible que atienda por igual a la libertad y la justicia. Esa síntesis es la que, en este proceso, cada cual a su manera, debiera buscar, sin temer el protagonismo y la autonomía de la propia sociedad, tan generalmente activa en el proceso latinoamericano, como ninguneada en el caso chino.
A un lado y a otro, se trata de modelos sin modelo que siguen sus propios condicionantes nacionales, emancipados en lo ideológico y en lo político, y dispuestos a avanzar en un entendimiento común que bien pudiera, a medio plazo, concretarse en vínculos económicos multilaterales que con independencia de su quantum, por fuerza poco significativo por el momento (Nicaragua aún debe restablecer las relaciones diplomáticas con China), permitieran abrigar esperanzas de irrupción internacional de un discurso más alternativo en aquellos foros donde, a fin de cuentas, se ventila nuestro futuro.