Aunque ensombrecida por los ecos del litigio ucraniano, la visita de Xi Jinping a Europa despierta expectativas acerca de una hipotética recuperación de las relaciones bilaterales, afectadas no solo por la crisis y sus secuelas añadidas sino, sobre todo, por la constatación de cierto desentendimiento estratégico.
Aunque ensombrecida por los ecos del litigio ucraniano, la visita de Xi Jinping a Europa despierta expectativas acerca de una hipotética recuperación de las relaciones bilaterales, afectadas no solo por la crisis y sus secuelas añadidas sino, sobre todo, por la constatación de cierto desentendimiento estratégico.
Europa siempre ha ocupado una posición de alcance en la diplomacia china. Su asociación estratégica data de 2003, cuando China imaginaba la posibilidad de construir una relación singular entre ambos. En 2004 publicó su Libro Blanco sobre políticas en relación a la UE, el primero de dicho porte en su política exterior. Pero el transcurso del tiempo se ha encargado de demostrar la inviabilidad fáctica de esta hipótesis. La construcción de una comunidad de intereses entre China y la UE se ha revelado harto difícil. Que la visita de Xi Jinping tenga lugar más de un año después de asumir funciones en la jefatura china y tras recorrer los otros cuatro continentes desplegando una actividad diplomática inusitada, es bien relevador.
En los últimos años, el apoyo de China a las dificultades financieras de la zona euro ha coexistido con la persistencia de las desconfianzas y el aumento de las querellas comerciales (bien visibles en el contencioso de los paneles solares), afortunadamente reconducidas por el cauce negociador. Las relaciones económicas pueden calificarse de buenas, en general, e incluso por debajo de las potencialidades, especialmente en el orden inversor, aunque también este ha experimentado mejoras en el último lustro con una agenda creciente que involucra a importantes empresas y sectores industriales. El acuerdo de inversiones, con dos rondas de negociación ya celebradas, podría elevar el comercio bilateral a 740 mil millones de dólares en 2020. El impacto de los capitales chinos en Europa, si bien al alza, es moderado aun. Las negociaciones en curso suponen para Europa un test de la nueva voluntad de apertura china, especialmente en sectores como los servicios, banca y seguros. Ambos tienen, por otra parte, la responsabilidad de gestionar la Agenda Estratégica 2020 y probablemente se hará con voluntad de no ceder terreno a los compromisos contraídos. Visto el fracaso en el reconocimiento como economía de mercado o en el levantamiento del embargo de la venta de armas, la prudencia china solo cederá ante aquellos ámbitos (tecnología, urbanización) considerados punteros para su modernización.
Xi Jinping será el primer líder chino en visitar las sedes de la UE. Paradójicamente, la visita explicita una desmitificación. El realismo de ambas partes invita a una última reflexión. China quiere que la UE esté presente y haga valer su peso específico en el juego global, pues ahora está prácticamente fuera de él, diríase que jugando en una segunda división pese a figurar en la primera y eso explica que no forme parte de sus principales prioridades. Formalmente, ante China, la UE quedará equiparada como tal a sus principales socios bilaterales en la región (Alemania, Francia, Reino Unido), pero Beijing es consciente de la falta de pulso político de la UE, de su pérdida de influencia estratégica y, en suma, de su grave crisis existencial. Lamentablemente, Bruselas no parece estar en condiciones de conjurar su dilución y no le será fácil tirar provecho de las expectativas que se derivarían de un entendimiento más sustancioso con Beijing.
Esto invita a China a una espera cauta que debe compensar con estrategias envolventes de perfil medio como la diseñada con los PECO o en los planos bilaterales con las principales potencias y no solo, desde Islandia a Suiza, abarcando en su totalidad el continente con políticas pluridireccionales y complementarias. Es ahí donde los avances podrán apreciarse mejor.
Esta UE, disminuida estratégicamente e incapaz por el momento de plasmar sus ambiciones, no dispone de autoestima suficiente para encarar unas negociaciones autónomas con China, a salvo de quedar como una “traidora” ante EEUU, quien le sigue marcando el paso. Esta falta de independencia en el comportamiento europeo también alimenta las reticencias. China ya no se imagina una UE a modo de contrapeso de EEUU, y los profundos cambios que se avecinan en el escenario global apuntan al resurgir de las viejas potencias en demérito de la arquitectura integradora del siglo XX. Por ello, tampoco será nunca una amenaza y podrá gestionar en beneficio propio sus rivalidades internas.
Al igual que los países europeos, China se guía en sus relaciones por sus intereses nacionales y si la solidaridad ayuda, también será solidaria, desde una perspectiva estratégica. En ese contexto, el acercamiento, con sus altibajos, persistirá, pero carente de la visión de alcance que podría aportarles una proyección autónoma de sus propias ambiciones y capacidades. No sabemos si algún día llegará ese momento.