La China que viene

La imagen que habitualmente percibimos de las transformaciones que este inmenso país viene experimentando desde hace dos décadas podriamos resumirla esencialmente en dos frases: a China le va bien porque ha aceptado el mercado; pero le puede ir muy mal porque no incorpora la democracia. La realidad, sin embargo, afortunadamente, es más compleja.

En primer lugar, China, en efecto, ha alcanzado grandes éxitos en la reforma económica: ha desarrollado algunas zonas del país a un ritmo vertiginoso, el nivel de vida de amplias capas de la población ha mejorado sustancialmente, se han reducido los niveles de pobreza, ha multiplicado por cuatro su producto nacional bruto cinco años antes de lo previsto, y todo parece indicar que esta visión de una China en marcha hacia la modernidad y el desarrollo no será fácil de opacar. Los dirigentes chinos, efectivamente, han recurrido al mercado para desarrollar el país, lo han incorporado al sistema económico progresivamente y, sobre todo, lo han hecho sin abandonar la planificación. Coexisten pues en la China de hoy, mercado y planificación, al igual que diversas formas de propiedad que configuran el escenario de una economía mixta y compleja,con un fuerte peso de la propiedad pública, ya sea estatal o colectiva.

Los comunistas chinos dicen no tener miedo de experimentar con aquellos mecanismos anteriores al propio capitalismo (como el mercado) o desarrollados por él (mercados de capitales, por ejemplo), siempre de forma controlada, probando primeramente de forma aislada, evaluando sus efectos y arbitrando correcciones antes de su generalización a escala de todo el país. El principio, tal como se definió en la III sesión plenaria del XI Comité Central del Partido (1978), consiste en no anteponer la ideología, sinónimo aquí de exacerbación de la lucha de clases en la perspectiva maoísta, a la economía, para, sobre todo, crear mayor riqueza y bienestar para el conjunto de la sociedad, algo que Deng Xiaoping resumió en aquel llamado a enriquecerse colectivamente, aún siendo conscientes de que no todos lo podrían hacer al mismo tiempo.

Cabe hablar también no solo de no renuncia a la planificación sino también de cierta defensa de la propiedad pública. Ni siquiera en el campo, donde aún vive más del 70% de la población, puede hablarse de privatización de la tierra. Las superficies explotadas por las familias de campesinos lo son en condiciones de usufructo, en un régimen ciertamente muy distante de la comuna pero sin la total y absoluta disposición propia y característica de nuestras sociedades. Existe, al menos por ahora, un régimen de control administrativo de la tierra que socializa la propiedad y privatiza la explotación en beneficio de la colectividad.

Del campo a la ciudad ha corrido como la pólvora la propiedad colectiva. Las empresas de cantón y poblado, propiedad de los campesinos, de las administraciones territoriales, o de las organizaciones sociales, constituyen el pilar fundamental sobre el que descansa la pujante economía china. No ha sido la propiedad privada, que aún encuentra numerosas dificultades para desarrollarse plenamente, la dinamizadora de la nueva economía china, sino fundamentalmente las empresas de propiedad social, que funcionan en una especie de régimen mixto, a medio camino entre lo privado (mayor autonomía, más capacidad de decisión, menor control y menos responsabilidades sociales directas) y lo estatal. Se trata de empresas estrechamente vinculadas al aparato burocrático.

Por otra parte, pese a su crisis evidente, la privatización, salvaje o no, de las empresas estatales, no parece estar en la agenda de los comunistas chinos. Estas unidades de producción constituyen pequeñas sociedades cerradas, mastodónticas en muchos casos, frecuentemente anquilosadas y con numerosas cargas sociales. Al no existir sistemas estatales y generales de protección de la salud, de pensiones, etc, estas empresas han organizado todos estos servicios (hospitales, guarderías, incluso universidades, unidades de servicios de reparación de electrodomésticos, constructoras de viviendas, comisarías, etc) para sus empleados en activo, jubilados y sus respectivas familias. Hay empresas en las que el monto de las pensiones a pagar (55 años para las mujeres, 60 para los hombres) representa una cantidad superior al correspondiente a los empleados reales.

La reforma de las empresas estatales, su saneamiento, exige, pues, la vertebración de modernos sistemas de servicios sociales a escala estatal, que ya se han venido experimentando en algunas localidades y se generalizarán a escala de todo el país en los próximos años. De esta forma, e impulsando a un tiempo las reformas fiscales y financieras indispensables, se podrán aliviar algunas cargas de las empresas estatales que competirán a partir de entonces en igualdad de condiciones con las empresas sujetas a otras formas de propiedad. La privatización puede ser una posibilidad pero no una generalidad, ni mucho menos “cantada”. Puede haber fusiones como también declaraciones de quiebra, pero no puede hablarse de soluciones uniformes, si bien, inicialmente, la eficacia parece primar sobre la justicia.

La reforma necesita un gran impulso social

Los dirigentes chinos contemplan este proceso como el mayor de los retos afrontados hasta ahora. La reforma se halla, en verdad, en una hora crítica y difícil. Si, efectivamente, todo parece indicar que se adoptan las medidas necesarias para impedir el surgimiento de una clase social, una nueva burguesía nacional, que en el futuro pueda aspirar a rivalizar políticamente con el PCCh, abierta reivindicadora de un cambio sistémico que pusiera fin a todos los elementos, formales y reales, que aún asoman en China como propios de un régimen no capitalista, numerosas hipotecas ensombrecen el horizonte social y democrático de la China del siglo XXI.

Hoy por hoy, la estabilidad del proceso chino puede verse afectada no tanto por la no incorporación de las fórmulas democráticas propias de Occidente, como sobre todo por la eclosión de los numerosos problemas y conflictos que habitan en lo subterráneo de las reformas. La combinación de desequilibrios territoriales muy acusados, desigualdades sociales cada vez más pronunciadas tanto en el ámbito urbano como rural y entre ambos, un modelo de desarrollo que obvia en demasía las repercusiones en el medio ambiente, el aumento del desempleo, la persistencia de la corrupción, el auge de las reivindicaciones nacionalistas, etc, podrían dar al traste con el proyecto reformador si no se adoptan medidas de carácter social (mayor impulso) y político (mayor democratización) destinadas a amortiguar, encauzar o evitar los inevitables conflictos parciales que probablemente irrumpirán cada vez con más intensidad.

No parece sin embargo que el PCCh y otras organizaciones afines estén a la defensiva. Más bien conserva su poder intacto y cierta legitimidad derivada tanto del éxito de la reforma como de la culminación de tareas de importancia histórica como la reunificación nacional, que ha dado su primer paso en Hong Kong, pero que tendrá su segundo en Macao (la devolución se producirá el 20.12.99) y, quizás más tarde en Taiwán. Esa mezcla de ingreso en la modernidad y ligero barniz nacionalista, a mi modo de ver no tan exacerbado como algunos afirman, son elementos indispensables en un discurso que mantiene aún una presencia moderada del ideario marxista, con seguridad  progresivamente recambiable por el “pensamiento denguista” canonizado en el reciente XV Congreso, celebrado en Beijing del 12 al 18 del pasado mes de septiembre.

La inalterabilidad política es la consigna que pretende equilibrar la reforma (gaige) y la apertura (kaifang). Deng Xiaoping dejó enunciados los cuatro principios irrenunciables que deben ser tomados en consideración para la realización de las cuatro modernizaciones, anunciadas ya por Zhou Enlai en 1964: agricultura, industria, defensa y ciencia y tecnología. Esos cuatro principios son los siguientes: perseverancia en la linea socialista, vigencia de la dictadura del proletariado, mantenimiento de la dirección del proceso por el Partido Comunista y vigencia del marxismo-leninismo y del pensamiento de Mao Zedong. Asi pues, frente a la progresiva quiebra material del viejo arquetipo socialista, se sigue insistiendo en aspectos doctrinales claramente divorciados de una realidad que parece caminar en sentido contrario.

Sin afectar a esa formulación genérica, conviene sin embargo precisar que en los últimos tiempos se han producido ciertos movimientos que indican ligeras modificaciones, lentas pero orientadas a una cierta apertura: mayor protagonismo del Parlamento, reforma del sistema electoral, firma de algunos convenios internacionales en materia de derechos humanos, etc. No cabe esperar, al menos por el momento, mayores profundizaciones. La versión oficial de los sucesos de Tiannanmen, pese a que las voces críticas en el seno del Partido son cada vez mayores, no se ha reconsiderado y ello es bien indicativo de que ciertos temas son tabú en el poder chino. La “pluralidad” política se arbitra bajo la fórmula de la Conferencia Política Consultiva, en la que participan, además del PCCh, los demás partidos y algunas organizaciones de masas, bajo el denominador común de la corresponsabilidad y no de la oposición.

Como consecuencia de esta evolución y de una coyuntura internacional peculiar, el peso de China en la sociedad internacional crece y crecerá más en los próximos años. Con los viejos clichés del pasado, algunos hablan ya de la “amenaza china”. Desde Lester Brown a Huntington o Munro y Bernstein, un amplio coro anuncia que China será quien dispute la hegemonía a Estados Unidos. Voces nada sospechosas como Brzezinski relativizan sin embargo esta histeria dejando en claro las dificultades que  el Imperio del Medio deberá aún superar para volver a ocupar el “centro del mundo”. China ha conseguido suavizar en los últimos años la mayor parte de sus conflictos fronterizos. Subsisten, bien es verdad, importantes contenciosos en el Mar de la China meridional, pero en Pekín la prioridad se centra en Taiwán y parecen ser conscientes de que un conflicto abierto daría al traste con su estrategia de modernización y unificación.

Por otra parte, la apertura al exterior (kaifang) ha incrementado notablemente la relación de China con el mundo, haciendola más dependiente y vulnerable. No en el sentido, como a veces se insinúa, de que ha sido la inversión exterior occidental el motor decisivo de su crecimiento, pues, con ser importante la cuantía, en especial en los últimos años, en su abrumadora mayor parte procede del entorno asiático y fundamentalmente de las propias comunidades chinas asentadas en numerosos países de la región y del mundo. Pero se ha roto la tradicional política de autarquía en beneficio del establecimiento de relaciones con un mundo exterior considerado tradicionalmente como adverso por estar asociado historicamente a episodios de crisis, decadencia y peligros para el ejercicio de la plena soberanía.

China es hoy un país en tránsito a no se sabe muy donde. A grandes rasgos, el actual proceso puede desembocar en una nueva especie de capitalismo burocrático, pilotado por eses millones de funcionarios del Partido, quizás muchos de ellos viejos “guardas rojos” de la Revolución Cultural, hoy aprendices de empresarios audaces, probablemente más reconocibles por su proximidad a la vieja imagen del mandarín confuciano que a la del cuadro político comunista; o podemos encontrarnos ante una nueva complejidad (¡la historia no se ha acabado!) susceptible de establecer un equilibrio entre lo positivo de ambos sistemas, naturalmente con ese inevitable toque oriental, pero que no podrá obviar las lecciones de la crisis de otros modelos que pretendían la satisfacción de las demandas de una mayor justicia social. De lo contrario, por encima de los fríos indices económicos, por muy positivos y ventajosos que resulten, difícilmente podría aceptarse una modernización que es incapaz tanto de moderar las desigualdades más primitivas como de proporcionar la libertad más indispensable.