Solidarnosc, de esperanza a cruz de la sociedad polaca

El sindicato polaco Solidarnosc conmemoró recientemente el trigésimo aniversario de la firma de los acuerdos de Gdansk que abrieron paso en 1980 a una década de profundas transformaciones en Polonia y en toda Europa oriental e incluso en el mundo entero.

El germen de la disolución de la URSS y de la liquidación del socialismo real surgió en aquellos astilleros donde los propios trabajadores daban la espalda a quienes decían militar por su emancipación mientras aplaudían, sorprendentemente, los manifiestos y proclamas anticomunistas del presidente estadounidense Ronald Reagan o desfilaban con crucifijos bajo la consigna “Fieles a Dios y a Solidarnosc”, ante el desconcierto de Edward Gierek, primer secretario del POUP (Partido Obrero Unificado Polaco) y los preocupados aspavientos de sus socios del Pacto de Varsovia temerosos del efecto contagio.

En ese controvertido origen radica la paradoja esencial que ha abatido a Solidarnosc desde entonces y explica la posterior pérdida de influencia del propio movimiento que con sus diez millones de afiliados llegó a aglutinar las ansias de cambio de la intelectualidad, de la Iglesia Católica, pero también de buena parte de la clase trabajadora de las empresas públicas (incluyendo muchos militantes del POUP), una base social entregada finalmente a líderes conservadores que postulaban políticas nefastas para sus propios intereses (recuérdese la dolorosa terapia de choque impulsada por L. Balcerowicz en el primer gobierno afín a Solidarnosc). Aquellos que el sindicato decía querer redimir acabaron siendo, también, los mayores perdedores de la transición que se iniciaría entonces. Y de los diez millones pasó al medio millón de hoy, con una identidad en perpetuo extravío.

Esa misma contradicción estuvo muy presente en las celebraciones de este agosto de 2010, en las que la principal estrella fue el ultraconservador y ex primer ministro Jaroslaw Kaczyinsky. No es que Solidarnosc perdiera el norte, como vino a decir Lech Walesa, ausente de las conmemoraciones por su disconformidad con el rumbo del movimiento, sino que, como acontece a menudo, siendo capaz de destruir el viejo sistema, Solidarnosc no logró acomodarse a las singularidades y exigencias de la nueva situación que contribuyó a favorecer de modo tan decisivo, incapaz de mantenerse fiel a sus postulados iniciales de supuesta defensa a ultranza de los intereses de la clase trabajadora.

1980: un giro histórico

El año 1980 marcó el inicio de un proceso de cambio histórico: de la protesta obrera nació el movimiento Solidarnosc y con él, desde Polonia, se impuso como necesidad la transformación profunda de todo el sistema político vigente en los países del llamado socialismo real.

El de 1980 no fue el primer movimiento de contestación obrera en la Polonia del POUP. Cabe recordar que en junio de 1956 se registró el conocido como “Octubre polaco”: un conflicto en la fábrica de vagones “Stalin” de Poznan derivó en la salida de los tanques a la calle y un saldo de más de cincuenta muertos. En los años sesenta, en la Carta Abierta al Partido suscrita por Jacek Kuron y Karol Modzelewski, entonces miembros del POUP y posteriormente figuras destacadas de Solidarnosc, se exigía a las autoridades cambios políticos significativos, mientras los movimientos estudiantiles en contra de la prohibición de una obra teatral (Dziady) de Adam Mickiewicz, poeta nacional polaco, evidenciaba los estrechos límites del régimen y su inevitable servilismo al vecino moscovita. En esa época, significativas figuras de la izquierda renovadora como Schaff o Kolakowski, entre otros, abandonaban el país.

En 1970, la historia de Poznan volvía a repetirse, esta vez en la costa báltica, en los astilleros “Lenin”, con resultado de varios muertos y numerosos heridos. En 1976, fue el turno a la fábrica de tractores Ursus, en los alrededores de Varsovia, y en Radom, dando nacimiento al KOR, Comité de Defensa de los Trabajadores, liderado por Kuron, entre otros. En abril de 1978 nacía el Sindicato Libre de la Costa en Gdansk.

Pese a sus millones de militantes, las dificultades del régimen para arraigar entre la clase trabajadora y la incapacidad demostrada para estimular una política capaz de sortear las tensiones sociales propició un fuerte impulso a la autoorganización obrera, dando la espalda a quienes, teóricamente, desde el sindicalismo oficial o desde las filas del POUP, militaban en favor de una redención en la que ya entonces pocos creían.

En paralelo al declinio de la influencia del POUP, la Iglesia católica, como en anteriores periodos históricos, supo conservar y ampliar el eco de sus fieles y allegados. Dos meses después de la revuelta de Poznan de 1956, un millón de personas se congregaban en el monasterio de Jasna Gora durante la celebración de la Virgen Negra de Czestochowa. La vinculación de la Conferencia Episcopal polaca a los movimientos de protesta siempre fue muy evidente. El fracaso del POUP lo recogía sin apenas esfuerzo el Primado Stefan Wyszynski y más tarde Jozef Glemp, figuras clave en este convulso y decisivo periodo. El polémico IOR, Instituto para las Obras de la Religión, presidido por Marzinkus, financió generosamente las actividades de Solidarnosc, a pesar de que los sectores laicos de este movimiento, fundamentalmente ligados al KOR, observaban este hecho con no poco recelo. La Iglesia, a cambio, reclamaba obediencia y no faltaron los enfrentamientos. En las elecciones de junio de 1989, las primeras pluripartidistas desde el final de la Segunda Guerra Mundial, llegó a presentar sus propios candidatos para competir –y perder- con los socialdemócratas afines a Solidarnosc, como Kuron (anticlerical, además), Michnik o Lipski. La Polonia del Pacto de Varsovia fue el primer país socialista en establecer relaciones diplomáticas con la Santa Sede (1989). La primera salida al extranjero de Tadeusz Mazowiecki, primer ministro tras las elecciones de junio de 1989, fue para agasajar al Papa polaco, Juan Pablo II.

La creación de Solidarnosc en 1980 consumó una abierta ruptura entre el poder y la sociedad que se había venido fraguando en las décadas previas, pero anticipaba una ruptura más profunda que convulsionaría los cimientos del socialismo real. La gravedad de la crisis no podía explicarse únicamente por la influencia manipuladora de la Iglesia Católica o las acciones desestabilizadoras de los servicios de inteligencia de algunas potencias extranjeras. Los 21 puntos del Acuerdo de Gdansk contemplaban, entre otros, el reconocimiento del derecho a constituir sindicatos independientes, el compromiso de regular el ejercicio del derecho a la huelga o la eliminación de la censura y el respeto a la libertad de expresión recogida en la Constitución. ¿Sería posible la coexistencia de dichas innovaciones con el rígido formato del modelo imperante en el socialismo real?

Después del paréntesis abierto por la imposición de la ley marcial en 1981 y el subsiguiente fracaso de los intentos de reconducción (claramente de manifiesto en los frustrantes resultados de la consulta llevada a cabo en 1987) junto a la falta de expectativas en el conjunto del bloque socialista europeo, convulsionado por una perestroika que no llegó a cuajar como estrategia para renovar el socialismo y configurar una “democracia del proletariado”, las negociaciones entre la oposición y las autoridades en torno a la Mesa Redonda desembocaron en el tránsito pacífico a un “nuevo” sistema político y económico que, paradójicamente, el socialismo debía haber superado. En aquella desilusionada Polonia en la que irónicamente se acostumbraba a decir que la diferencia entre el capitalismo y el socialismo radicaba en que el primero representaba la explotación del hombre por el hombre mientras que en el segundo era al revés, los trabajadores reclamaban capitalismo.

Con una fe ciega en la “libertad y la democracia”, el personaje que simbolizó esa transición fue Lech Walesa, premio Nobel de la Paz en 1983 y jefe del Estado entre 1990 y 1995, progresivamente alejado del movimiento que contribuyó a fundar y acusado más tarde, víctima de sus propias fobias, de colaborar con la policía política en los años 70. En un trago amargo, Walesa fue derrotado en 1995 por el candidato poscomunista, Aleksander Kwasniewski, ex militante del POUP y líder de la nueva izquierda polaca, proeuropea y atlantista.

Por su parte, la Iglesia, treinta años después del nacimiento de Solidarnosc, sigue erigiéndose como un actor de referencia no solo en la vida espiritual de sus fieles sino también tratando de condicionar la vida política del país, tanto desde el púlpito, los medios de comunicación o los actores sociales y las estructuras partidarias en las que ejerce una poderosa influencia que incide en los contenidos de la agenda nacional.

Solidarnosc, una cruz para la sociedad polaca

El presidente Bronislaw Komorowski, elegido el pasado 4 de julio frente a Jaroslaw Kaczynski, hermano del fallecido en la catástrofe aérea de Smolensk del pasado 10 de abril, ha debido hacer frente a las acusaciones de organizar una lucha sistemática contra la Iglesia católica. Los acólitos de Kaczynski han erigido un monumento a la memoria de su predecesor en pleno centro de Varsovia con el declarado propósito de convertir el palacio presidencial en un panteón dedicado a la memoria anticomunista del que debe ser expulsado su actual y ocasional usurpador, cabeza visible de una presunta conspiración no tan alejada de aquellas que denunciaban algunos sectores del POUP al referirse al surgimiento de Solidarnosc. Cabe recordar que la Plataforma Cívica que lidera Komorowski pertenece a la derecha liberal.

Treinta años después de su nacimiento, Solidarnosc sigue inmerso en la ambigüedad, privado de un espacio propio genuino y de contornos bien definidos, siempre a medio camino entre la organización propiamente sindical y la política. Esa circunstancia incide de modo palpable en la progresiva desafección que ha marcado su evolución hasta hoy, cabalgando entre la defensa imposible de los intereses de los trabajadores que dice representar y el apoyo a las políticas liberales que los gobiernos afines se han sentido en la obligación de aplicar para homologarse con las demás economías occidentales.

Lejos de primar su carácter sindical dando alas a diferentes formaciones políticas que han mutado a lo largo del tiempo debido a la sucesión de tensiones y rupturas en sus propias filas, en los últimos años ha consolidado su condición de movimiento socio-político, con grandes afinidades con los sectores más recalcitrantes y ortodoxos de la sociedad polaca, operándose una curiosa inversión de papeles que recuerda, por su extremismo, al inmovilismo del POUP en sus “mejores” tiempos. Su asociación con la ultraderecha católica y el populismo más rancio le confieren una singularidad impropia solo explicable por su renuncia a aquellos pilares que en el pasado posibilitaron su creación y moldearon su capacidad aglutinadora de diferentes sensibilidades.

Los dogmatismos imperantes en sus filas, asi como el amplio potencial desestabilizador de los numerosos personalismos que le han aquejado, han contribuido de modo notable a agravar su crisis de identidad, facilitando la emergencia de sectarismos y radicalismos que retroalimentan un discurso a cada paso más retrógrado y reaccionario.

La obsesión persecutoria que puso en marcha y que aun se vive en Polonia, gestionada esencialmente desde el Instituto de la Memoria Nacional, se ha materializado también en una reciente modificación del Código penal que prohibe, bajo pena de dos años de cárcel, la difusión de simbolos e ideas comunistas, equiparadas a estos afectos con el nazismo o el antisemitismo. La Constitución polaca de 1997 prohibe la apología de todas las ideas totalitarias. Ahora, los tribunales disponen de un instrumento más para perseguir a toda organización de obediencia comunista y también para erradicar cualquier simbolo del pasado reciente.

Polonia, fiel a su tradición, vive hoy día, dividida y crispada, pendiente de sus sombras, con los puentes para el diálogo y la colaboración prácticamente cortados. El fanatismo que se propaga desde las filas de Solidarnosc y su entorno evidencia su supeditación a una estrategia bien alejada de cualquier propósito no ya emancipador sino elementalmente cívico, laico y democrático.

Considerado una gran esperanza hace tres décadas, hoy, dilapidado y malgastado su capital social y político, representa una pesada cruz para la sociedad polaca.