Un país, dos soberanías

Más allá de la retórica habitual que acompaña estas decisiones, la resolución de la Administración Bush de vender nuevas armas a Taiwán se ha desarrollado en un marco manejable, es decir, contentando a todos sin satisfacer a nadie. Las declaraciones posteriores, asegurando que Estados Unidos defendería la isla en caso de producirse un ataque chino, son de una gravedad cualitativa mucho mayor y dan cuenta de la existencia de serios peligros para la paz en la región. Las relaciones a través del estrecho de Taiwán siguen instaladas en una dinámica de tensiones al alza y el contencioso entre las dos Chinas se confirma como el eje principal sobre el que pivotarán las relaciones entre Beijing y Washington en los próximos años.

¿Se justifica la preocupación de China? Sin entrar a discutir ahora las razones históricas que argumentan su insistencia en el discurso de la integridad territorial, lo cierto es que las tendencias predominantes cuestionan de modo cada vez más intenso ese escenario. En el último año se han incorporado dos nuevos ingredientes problemáticos: la victoria presidencial de Chen Shuibian en Taiwán y una nueva administración americana. En el primer caso, aún siendo verdad que el nuevo Presidente taiwanés, independentista “ab initio”, ha jugado a la moderación en sus relaciones con Beijing, con importantes costes entre sus correligionarios del Partido Democrático Progresista, el rechazo a la unificación es parte insoslayable de su programa de gobierno. Como ha señalado Jean-Pierre Cabestan, Chen se ha aproximado considerablemente a las tesis de sus rivales del Kuomintang y parece aceptar no solo la idea de una mayor integración económica, sino también política, aunque en un marco mucho más amplio que el diseñado desde Zhonnanghai.

En cuanto a Bush,después de su accidentado aterrizaje en la Casa Blanca y coronado con éxito su empeño por ganarse un liderazgo que estaba en entredicho, es probable que atienda con mayor interés las sugerencias y presiones de aquellos que apuestan por un entendimiento con la República Popular China. Las grandes corporaciones estadounidenses esperan como agua de mayo la inminente entrada del gigante asiático en la OMC, contemplan con mucha preocupación el ascenso de un discurso beligerante que afecta no solo a China sino también a Corea y anhelan una pronta vuelta a la normalidad. Pero no parece una empresa fácil.

A China no le puede interesar un escenario de confrontación ni con Taiwán ni con Estados Unidos pues malograría en primer lugar su estrategia de modernización, prioridad número uno de su actual política. Pero el logro de la unificación nacional constituye un pilar esencial de ese mismo proceso y pieza clave del resurgir del discurso nacionalista que poco a poco se va convirtiendo en la fuente esencial de legitimidad del actual régimen. Al igual que en Estados Unidos, deseoso de invertir en el Imperio del Centro pero temeroso de su resurgir, en China habitan serias contradicciones. ¿Como salir de este círculo vicioso? La fórmula “un país, dos sistemas”, tan oportuna para responder a las peculiaridades de Hong Kong o de Macao, se revela claramente insuficiente para Taiwán. Ello a pesar de que el continente ha efectuado algunas concesiones relativas al Ejército o al cuerpo de funcionarios que evidencian cierta inevitabilidad o deseo de adaptación.

Qian Qichen llegó a sugerir que la unificación no tendría por que materializarse en base a la denominación e instituciones continentales.

Es preciso, pues, imaginar nuevas ideas, nuevas propuestas que permitan salir del actual impasse y reorientar las crecientes tensiones a un diálogo abierto y pacífico entre las dos partes. Kenneth Lieberthal, antiguo consejero de Clinton para asuntos asiáticos, ha sugerido un acuerdo entre Beijing y Taipei para una “congelación dinámica”: abrir un espacio temporal de 50 años en el que Taiwán se compromete a no proclamar la independencia y China a no usar la fuerza. Para incrementar la confianza entre ambas partes, Michael Davis, profesor en la Universidad china de Hong Kong, ha sugerido la admisión de una mayor tolerancia en cuanto a la participación internacional de Taiwán. Desde la isla se ha sugerido incluso una reintegración en Naciones Unidas en tres etapas, admitiendo la fuerte asimetría que afectaría a su nivel de representación y proyección diplomática en relación a la China Popular.

Hoy por hoy, tan importante señal de buena voluntad, que exigiría contrapartidas similares de Taiwán en cuanto a sus demandas soberanistas, es difícilmente aceptable para Beijing debido a la tradicional equiparación entre participación en Naciones Unidas e independencia. Pero ya durante la guerra fría varios Estados soviéticos (Bielorrusia, Ucrania) contaban con representación en la ONU y, llegado el caso, se ha demostrado que no es obstáculo para acordar una unificación posterior (Alemania, Yemen o, quizás, Corea). China ha cedido parte de su soberanía en acuerdos económicos y políticos, con terceros países y organismos internacionales, e incluso con Taiwán, reconociendo su independencia de hecho, en el ámbito de la piratería aérea.

Cada vez resultará más insostenible ese proceso de intensa aproximación en lo económico y tan acusado alejamiento en lo político. A Jiang Zemin le queda poco más de un año al frente del país. El balance de su gestión es poco menos que ceremonioso: ha presidido muchas solemnidades que tan tenido su origen en la iniciativa de otros líderes. No ha innovado nada sustancial y el tiempo se le acaba. Taiwán es su última oportunidad para avanzar un nuevo discurso, nuevas ideas que desactiven un contencioso que puede trabar seriamente la modernización del país y conducir a la violencia y la guerra. Urge imaginar una forma de asociación aceptable para Beijing y Taipei.