Thomas Hobbes no tenía fe en el ser humano. Dejado a su libre albedrío, este tendía hacia los peores excesos. Para rescatarlo de si mismo y hacer posible la marcha de civilización era necesario un Estado fuerte, el Leviatán. Este estaba llamado a proveer ley y orden, a cambio de cercenar las libertades de los ciudadanos. Los Padres Fundadores de Estados Unidos compartían esta desconfianza hacia la naturaleza humana. Sin embargo, el remedio que visualizaban era diametralmente opuesto. En lugar de propulsar un Estado opresivo, ellos proponían dividir el poder tanto como posible, de forma tal de que las facciones se controlasen entre si a través de un equilibrio negativo de fuerzas.
Thomas Hobbes no tenía fe en el ser humano. Dejado a su libre albedrío, este tendía hacia los peores excesos. Para rescatarlo de si mismo y hacer posible la marcha de civilización era necesario un Estado fuerte, el Leviatán. Este estaba llamado a proveer ley y orden, a cambio de cercenar las libertades de los ciudadanos. Los Padres Fundadores de Estados Unidos compartían esta desconfianza hacia la naturaleza humana. Sin embargo, el remedio que visualizaban era diametralmente opuesto. En lugar de propulsar un Estado opresivo, ellos proponían dividir el poder tanto como posible, de forma tal de que las facciones se controlasen entre si a través de un equilibrio negativo de fuerzas.
En la medida en que el anverso de cada posición encontraba su reverso, y que ambos proliferaban en medio de innumerables grupos de interés único, la sociedad podía controlarse a sí misma. Para que esto funcionase, no obstante, era necesario proteger a las minorías del impulso controlador y uniformador de una mayoría poderosa. El papel del Estado, bajo esta óptica, era el de canalizar las diferencias y evitar el surgimiento de una fuerza con demasiado poder. De allí la naturaleza anti mayoritaria propia del sistema político estadounidense.
Esta naturaleza anti mayoritaria se proyectaba también al nivel de las instituciones y de los estados de la Unión, llamados a equilibrarse entre si mediante chequeos y balances. Los dos senadores atribuidos a cada estado de la Unión, independientemente de su población, resultan clara expresión de esta noción. Kentucky o Montana valen tanto en el Senado como California o Nueva York, independientemente de sus inmensas diferencias poblacionales. Ello permite balancear la cabal representación poblacional que se da en la Cámara de Representantes. A fin de cuentas, no sólo la Cámara de Representantes y el Senado se necesitan para aprobar las leyes, sino que el Senado resulta políticamente más relevante.
Esta naturaleza anti mayoritaria del sistema se está viendo alterada, sin embargo, por una curiosa fusión de las facciones. La infinidad de anversos y reversos llamados a controlarse entre si, se está subsumiendo en las dos grandes identidades partidistas. Dos grandes mayorías, los Demócratas y los Republicanos, los integra hoy bajo sus filas. Ello se ha traducido en una gigantesca polarización social.
La correlación de poder entre estas dos grandes mayorías, y sus correspondientes visiones de la sociedad, resulta sin embargo desigual. En efecto, en función del carácter anti mayoritario del sistema, el partido numéricamente más débil ha terminado detentando más poder que el numéricamente más fuerte. De un lado, la sumatoria de senadores Republicanos provenientes de pequeños estados ha permitido controlar al Senado. Ello, a pesar de que el grueso poblacional del país se encuentra en los estados representados por los senadores Demócratas. De hecho, en las elecciones legislativas de 2018 los candidatos Demócratas al Senado obtuvieron 17 millones de votos más que los Republicanos (y recordemos el caracter parcial de dicha elección senatorial). Del otro lado, la ventaja de casi 3 millones de votos populares obtenida por Hillary Clinton en las elecciones de 2016, sirvieron de poco frente alrededor de 70 mil votos de más obtenidos por Trump en unos pocos estados fluctuantes del Medio Oeste. Estos últimos bastaron para inclinar al Colegio Electoral a su favor, a pesar de la voluntad preponderante del país. Así las cosas, una minoría poblacional Republicana ha terminado doblegando a una mayoría poblacional Demócrata.
Ahora, esta minoría Republicana se aboca a imponer a rajatabla a un nuevo miembro de la Corte Suprema de Justicia, inclinando la balanza dentro de la misma a su favor. Se trata de una juez afín a sus valores y a contracorriente de los de la mayoría de la población del país. A decir de Maya Sen, ello conduciría a un divorcio ideológico entre el sentir del estadounidense promedio y la posición de la Corte (“How far right will Trump’s nominee move the Supreme Court?”, The Harvard Gazette, September 24, 2020). Según Frank Bruni, de su lado, ello podría hacer que en materias tales como del derecho al aborto, el matrimonio de homosexuales, la igualdad en el matrimonio o la igualdad de genero ante el empleo, la Corte se opusiera a las posturas predominantes dentro de la sociedad (“The Special Hell of Trump’s Supreme Court”, The New York Times, September 22, 2020).
Más aún, y según referido expresamente por el propio Trump, el control de la Corte Suprema por su tolda podría garantizarle la reelección en caso de resultados controvertidos. La naturaleza de dicha controversia es desde ya clara. A pesar de las seguridades dadas por el Director del FBI de que los votos por correo no conducen al fraude electoral, Trump ha creado una “realidad alternativa” en tal sentido. Bien pudiese ser que los seis jueces pro Republicanos de la Corte avalasen dicha postura y dieran al traste con un posible triunfo de Biden.
Estados Unidos bien podría estarse dirigiendo hacia una auténtica dictadura de la minoría. En este caso, la de tan sólo seis jueces.