Europa y la ambivalencia británica

El retiro del Reino Unido de la Unión Europea, el famoso Brexit decidido por los británicos en junio del 2016 y aún en fase de negociación, constituye el último capítulo de una larga saga: la compleja relación entre la Europa continental y el mundo insular británico. Conocer esta historia ayuda a comprender mejor lo que ocurre hoy.

Liñas de investigación Relacións Internacionais
Apartados xeográficos Europa
Palabras chave UE Brexit
Idiomas Castelán

El retiro del Reino Unido de la Unión Europea, el famoso Brexit decidido por los británicos en junio del 2016 y aún en fase de negociación, constituye el último capítulo de una larga saga: la compleja relación entre la Europa continental y el mundo insular británico. Conocer esta historia ayuda a comprender mejor lo que ocurre hoy.

En 1558 los franceses reconquistaron la última posesión inglesa en territorio francés: Calais. Era la presa remanente de una largo período de ocupaciones inglesas en ese país y su caída cerraba una era. A partir de ese momento, y salvo por una participación limitada en tres conflictos europeos en el siglo XVIII, los británicos volcaron su atención hacia los amplios espacios marítimos. Con el tiempo esto les permitiría transformarse en la mayor potencia imperial que ha conocido la humanidad. Este darle la espalda a Europa tuvo, sin embargo, importantes costos. La política hegemónica de Napoleón, a comienzos del siglo XIX, hizo que Gran Bretaña despertara violentamente de su sopor insular para verse sometida a un bloqueo continental que abarcaba desde Rusia hasta España.

Ello les hizo comprender que un continente controlado por una potencia hostil les representaba una amenaza mortal. Tras la derrota napoleónica, el aislamiento precedente fue sustituido por el llamado “compromiso continental”. El mismo se sustentaba en la idea de que no era posible desentenderse de los asuntos europeos. Su participación en dichos asuntos quedaba circunscrita, no obstante, a casos extremos en los que el equilibrio europeo se viese amenazado. En virtud de tal política se negaron a participar en el denominado Sistema Metternich, mediante el cual los países que vencieron a Napoleón se juntaron para perseguir a las ideas liberales y nacionalistas que emergían en Europa.
 

Poco a poco, sin embargo, los límites que los ingleses se habían fijado se relajaron. Gran Bretaña comenzó así a involucrarse en los dimes y diretes que sacudían a Europa. El resultado de este deslizarse en los asuntos europeos fue terrible. Ello les representó la pérdida de un millón de hombres en los campos de batalla franceses y turcos durante la Primera Guerra Mundial. Finalizado este terrible conflicto, el Reino Unido constató incrédulamente los extremos a los que había conducido su involucramiento continental. Era una repetición de la incredulidad con la que un siglo antes habían contemplado las consecuencias de su aislacionismo. Y si el resultado de aquel los había hecho volver a Europa, el resultado de su involucramiento continental los conducía ahora de regreso hacia un nuevo aislacionismo.

El país volvía así a sumirse en el sopor insular, lo que venía acompañado por un énfasis en sus propios problemas económicos y por el abandono de las políticas armamentistas. Ello los hizo desoír los llamados de Churchill, quien alertaba frente a los riesgos de una Alemania que se hacía cada vez más poderosa y agresiva. El año 1939 vino nuevamente a despertar con violencia a un país que creyó poder mantenerse al margen de los problemas continentales. Esto los condujo a un conflicto que hubiese podido evitarse de no ser por su inacción frente a las manifestaciones iniciales del expansionismo nazi.  Repitiendo la experiencia de la era napoleónica, Gran Bretaña debió enfrentarse de nuevo a todo un continente hostil, soportando durante cinco años una guerra contra Alemania que incluyó dos años de enfrentamiento solitario.

El fin de la Segunda Guerra Mundial implicó la renovación de su política continental. La misma, sin embargo, encontró un contrapeso en su nueva relación privilegiada con Washington. Esta ambivalencia de prioridades entre Europa continental y Estados Unidos, hizo que De Gaulle viese con profunda desconfianza a los británicos y se opusiese a su entrada a la Comunidad Europea. De alguna manera su estrecha vinculación a Washington venía a convertirse en una prolongación de sus viejos impulsos hacia los horizontes marinos.

Aunque Reino Unido no fue uno de los seis fundadores de la Comunidad Europea en 1957, logró incorporarse a esta organización en 1973. Fue, eso si, uno de los signatarios del Tratado de Maastricht que dió nacimiento a la Unión Europea en 1993. Nunca sin embargo se incorporó a la zona del Euro o al Acuerdo Schengen, buscando salvaguardar su especificidad en materias monetaria y de acceso a su territorio. Pero a pesar de esta distancia frente a los socios más comprometidos de la Unión Europea, todo parecía indicar que su futuro se hallaba unido a ésta.

En 2016, sin embargo, la ambivalencia británica frente a Europa llegó a otro de sus puntos álgidos. La inmigración masiva que sacudió al continente, y que en el sólo 2015 representó el ingreso de más de un millón de recién llegados, unida a la tormenta económica que asoló a la Eurozona, saturaron nuevamente los límites de su compromiso europeo. Una vez más, los británicos decidieron que su futuro no se econtraba atado a Europa y apelaron a su insularidad y a los horizontes transoceánicos.