Siendo las dos mayores potencias económicas y políticas del mundo, Estados Unidos y China deberían estar coordinando esfuerzos no sólo para enfrentar la pandemia global sino para mitigar el impacto de ésta sobre la economía internacional. En su lugar, están utilizando la misma como un capítulo más de su Guerra Fría. Intercambiando acusaciones y descalificaciones, ambas partes parecen incapacitadas para situarse a la altura de las circunstancias y comprender la necesidad de convergencia a la que convoca la actual crisis planetaria.
Siendo las dos mayores potencias económicas y políticas del mundo, Estados Unidos y China deberían estar coordinando esfuerzos no sólo para enfrentar la pandemia global sino para mitigar el impacto de ésta sobre la economía internacional. En su lugar, están utilizando la misma como un capítulo más de su Guerra Fría. Intercambiando acusaciones y descalificaciones, ambas partes parecen incapacitadas para situarse a la altura de las circunstancias y comprender la necesidad de convergencia a la que convoca la actual crisis planetaria.
Tal encono es, desde luego, relativamente reciente. En 1972 el Presidente Richard Nixon viajó a Pekín, poniendo fin a más de dos décadas de aguda hostilidad que había incluido una guerra de casi dos años entre ambos en territorio coreano. A partir de ese histórico viaje no sólo se logró un acuerdo de trascendental importancia, sino la puesta en marcha de un inmensamente exitoso proceso de cooperación recíproca.
El acuerdo alcanzado entre Estados Unidos y China era simple, pero sus implicaciones profundas. En virtud de éste, Washington reconocía al Partido Comunista Chino como el gobierno legítimo de China y Pekín reconocía el liderazgo estadounidense en Asia. Tan significativo como el acuerdo mismo fue la base que las partes escogieron para ceñirse a él. En lugar de acogerse a elevadas formulaciones conceptuales, las partes decidieron que cada una de ellas se guiaría por su respectivo interés nacional. En otras palabras, el pragmatismo puro y duro se convertía en la brújula que guiaría sus pasos.
Esta última escogencia permitió que el acuerdo alcanzado pudiese seguir vigente a pesar de los cambios profundos evidenciados en el escenario internacional. El más significativo de estos fue el colapso de la Unión Soviética, amenaza compartida que había motivado en muy importante medida el acercamiento entre los dos países. Sin embargo, la sujeción a los respectivos intereses nacionales permitió a las partes reorientarse hacia la persecución de beneficios económicos. Tal factor de convergencia permitió a Washington y a Pekín superar las múltiples crisis en sus las relaciones bilaterales surgidas por el camino. La más grave de ella, a no dudarlo, fue la matanza de Tiananmen.
Gracias al acuerdo alcanzado, China pudo concentrarse en el desarrollo de su economía sin preocuparse por disonancias en el entorno internacional. A la inversa, Estados Unidos pudo centrar su atención en el Medio Oriente sin preocuparse de que Pekín aprovecharía esa ausencia para cercenar su liderazgo en Asia. Tal fue la fortaleza de este acercamiento que llegó a acuñarse el término Chimérica para aludir a la inmensa complementariedad entre sus economías.
En 2008, sin embargo, todo comenzó a cambiar. Un concepto chino cuyo origen se remonta a tiempos ancestrales, y cuya existencia desconocía Estados Unidos, fue responsable de ello. Se trataba del Shi, noción asociada a un cambio fundamental en la configuración de factores que imponía la necesidad de aprovechar el momento. Dicho cambio venía determinado por lo que se visualizó como el inicio de la decadencia económica estadounidense, producto de la crisis económica de ese año. A ello se sumaba la incapacidad que había evidenciado Washington para prevalecer en dos guerras periféricas en el Medio Oriente. En síntesis, China contrastaba la percibida debilidad estadounidense con su propia fortaleza y concluía que había llegado el momento de disociar su interés nacional de Estados Unidos.
El proceso iniciado en 2008 se consolidó y adquirió nuevas bases conceptuales con la llegada al poder de Xi Jinping en 2012. China persigue la “resurrección” de su antigua grandeza, la cual se expresa a través de estrategias convergentes tales como el “Sueño Chino de Rejuvenecimiento Nacional” y “Hecho en China 2025”. A través de ellas, China proclama su intención manifiesta de transformarse gran potencia mundial. Sintiéndose amenazado hasta los tuétanos en su liderazgo global, Estados Unidos ha reaccionado con fuerza. La Chimérica de hace algunos años fue sustituida por una nueva Guerra Fría en la que dos modelos de sociedad compiten por la primacía.
El coronavirus se ha transformado en ocasión propicia para esta competencia. Mientras China busca contrastar la eficiencia de su capacidad de respuesta ante el virus con la desorganización y las inconsistencias evidenciadas por Estados Unidos, este último país alude a la falta de transparencia y al tiempo vital perdido por China en su intento inicial por tapar la epidemia. A diferencia de la Unión Soviética, sin embargo, China no busca sustentar la superioridad su modelo en una ideología, sino en la eficacia operativa de su autoritarismo. La competencia entre las partes se transforma así en un duelo entre autoritarismo y democracia. Ocurre, no obstante, que en estos momentos el gobierno de Estados Unidos es expresión de una anomalía mayor de la democracia: el populismo. Bajo tales circunstancias, y para ventaja de China, la democracia estadounidense da la pelea con una mano atada a la espalda.