Del viejo al nuevo ludismo

El ludismo fue un movimiento encabezado por artesanos ingleses que entre 1811 y 1817 protestó contra la Revolución Industrial y, en particular, contra las nuevas máquinas de hilar. Estas últimas sustituían a los artesanos por trabajadores no calificados que cumplían una labor repetitiva y cobraban salarios mucho más bajos. Desde entonces comenzó a tomar cuerpo el temor de que las maquinas terminaran desplazando a los seres humanos en los procesos productivos.

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El ludismo fue un movimiento encabezado por artesanos ingleses que entre 1811 y 1817 protestó contra la Revolución Industrial y, en particular, contra las nuevas máquinas de hilar. Estas últimas sustituían a los artesanos por trabajadores no calificados que cumplían una labor repetitiva y cobraban salarios mucho más bajos. Desde entonces comenzó a tomar cuerpo el temor de que las maquinas terminaran desplazando a los seres humanos en los procesos productivos.

La falacia ludista
En 1930 el gran economista John Maynard Keynes acuño el término “falacia ludista” para describir la imposibilidad de aquello que él denominó como el desempleo tecnológico pudiese hacerse permanente. De acuerdo a su planteamiento la introducción de nuevas tecnologías productivas generaba fases temporales de desajuste que terminaban siendo subsanadas mediante la creación de empleos que sustituían a los destruidos. Esta noción, que pasó a hacerse ortodoxia económica, se sustenta en la idea de que la tecnología genera mayor productividad lo que, por extensión, hace expandir a la economía y con ello a las oportunidades laborales.

Desempleo tecnológico
Sin embargo, y tal como señala David Rotman, desde el 2000 la economía estadounidense evidencia un fenómeno curioso. Las líneas de productividad y empleo que hasta ese momento se movían juntas, comenzaron a disociarse. Mientras la productividad ha crecido con fuerza, el empleo decreció. Para 2011 la brecha era ya notoria con una economía en fase expansiva que, sin embargo, no materializaba empleos (“How technology is destroying jobs”, MIT Technology Review, June 12, 2013). Dicho autor forma parte de un grupo creciente que considera que la tesis de la falacia ludista perdió ya vigencia. La tecnología, en efecto, avanza a una velocidad tal que los empleos destruidos no logran ser sustituidos por otros nuevos. En otras palabras, el desempleo tecnológico al que aludía Keynes está pasado a hacerse expansivo y estructural.

El connotado economista Lawrence Summers señala que la revolución tecnológica en marcha destruirá más empleos que la revolución agrícola. Ello no es poca cosa si tomamos en cuenta que para 1900 alrededor de la mitad de la población laboral estadounidense trabajaba la tierra y que, en función de la mecanización masiva de ese sector, dicho porcentaje es actualmente del 2% de dicha población (“The economic challenge of the future”, The Wall Street Journal, July 7, 2014). Sin embargo Erik Brynjolfsson y Andrew McAffe de MIT, quienes en un par de libros punteros y múltiples artículos académicos se han convertido en las mayores autoridades en este tema, plantean algo más aterrador.

El grano de trigo

Según estos últimos el poder de la tecnología (automatización, robótica, inteligencia artificial, impresión 3-D, etc.) se duplica cada dos años dentro de parámetros similares a los de la Ley de Moore, generando una progresión geométrica. Ello, afirman, no impresiona demasiado cuando la tecnología  pasa de 1 a 2 o de 8 a 16, pero cuando se haya duplicado 50 veces se estará dando un salto de 563 billones a 1,1 trillones. Ello recuerda al ejemplo emblemático del grano de trigo y el tablero de ajedrez. Según el mismo, si se coloca un grano en el primer casillero, dos en el segundo, cuatro en el tercero, y se va duplicando la cantidad de granos hasta llegar al casillero número 64, nos encontraremos con que la cantidad final de granos sobre el tablero deberá haber superado los 18 trillones. Harían falta las cosechas mundiales de más de veintiún mil seiscientos años para alcanzar esa cantidad de granos.


Este crecimiento tecnológico en progresión geométrica no sólo afecta a los países desarrollados sino también a los que están en vías de desarrollo. Según señalan Brynjolfsson y McAffe una vez que los procesos productivos logran ser codificados pueden a la vez ser digitalizados y una vez digitalizados pueden ser reproducidos indefinidamente, haciendo marginal el costo de nuevas aplicaciones. Así las cosas, el obrero de bajo costo de Bangladesh va camino a ser sustituido por el robot de Connecticut o Nueva Jersey. Pero a la vez, el experto en informática en Bangalore habrá de ser remplazado por un algoritmo en Nueva York.

Al carro sin vender
Todo lo anterior lleva a recordar la anécdota de cuando Henry Ford II le enseñaba al Presidente del Sindicato de Trabajadores del Automóvil su nueva fábrica automatizada y burlonamente preguntó a éste cuántos de esos robots cotizarían sus cuotas al sindicato. Este último, sin inmutarse, le contestó que seguramente serían los mismos que comprarían los carros que salían de su fábrica. La tecnología conduce, en efecto, al paraíso de los consumidores, sólo que corre el riesgo de ser el de consumidores sin empleo y desprovistos de capacidad adquisitiva. Este nuevo ludismo bien podría encontrarse sin capacidad de respusta.